Dissabte 30 de Setembre
Èxode 39 i 40
A lo largo del tiempo que duró la travesía, la nube
permanecía durante el día sobre el tabernáculo y durante la noche alumbraba
como fuego a la vista de todo el pueblo.
El
tabernáculo era simplemente una tienda de campaña gigante. Posteriormente, el
templo, fue únicamente un gran edificio más o menos majestuoso según sus épocas
-Salomón, la vuelta del exilio, la época de Herodes-, lo que confería un
carácter especial, singular, único a ambas estructuras era la presencia
del Señor en las mismas.
El
tabernáculo era tan sólo un símbolo de la presencia del Señor en medio de su
pueblo y la nube era la evidencia de que esa presencia era real, que Dios
estaba allí con ellos. Sin esa evidencia, como indicaba antes,
el tabernáculo sería simplemente una ingeniosa estructura móvil.
La
lectura de este capítulo final del libro de Éxodo me hacía pensar en cuáles son
las evidencias actuales de la presencia del Señor en medio de su pueblo y, más
concretamente, en mi propia vida. Jesús, a quien seguimos, afirmó que seríamos
conocidos por nuestros frutos. También afirmó que el amor -la búsqueda
intencional y activa del bien del otro- sería otro de nuestros distintivos.
Finalmente, volvió a afirmar que nuestra unidad -no nuestra uniformidad- daría
credibilidad a nuestro testimonio ante el mundo.
Lo
que me sorprende de las afirmaciones del Maestro es que todas las evidencias
son externas no internas. Dicho de otro modo, son visibles para un observador
ajeno a la comunidad de seguidores. Esto me lleva a una honda preocupación
acerca de cuán evidente es en mi vida el fruto del que habla Jesús, cuán
intensamente reflejo el carácter del Maestro, con cuánta convicción me entrego
como agente de restauración a un mundo roto.
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